Álvaro Fernández es uno de los tantos uruguayos que se fue y ha retornado al país. Pero no fue por una crisis, sino por deseo de aventura. Después de 25 años arriba de un velero, espera rearmar su vida en Uruguay.
Son pocos los que dicen "la mar". Es casi un derecho exclusivo para poetas o personas con una relación muy estrecha con el medio acuático. Este último es el caso de Álvaro Fernández, de 63 años, que convirtió al océano en su trabajo y también en su hogar.
A los 18 años, cuando muchas personas eligen qué camino van a tomar en sus vidas, Álvaro tuvo su primer contacto profesional con los barcos. Sin tener a nadie en su familia que se dedicara a algo parecido, comenzó decidido a trabajar en el Puerto del Buceo. Así nació el amor.
Luego fue marino mercante por 17 años y así, en un barco de bandera argentina, llegó a Barcelona, en donde vivió 30 años, 25 de los cuales pasó en un velero. "Fue por un tema circunstancial. Había una posibilidad para irme y me fui. Y después hubo un ambiente apropiado para estar ahí y me fui quedando", dice.
"Es como una casa pero en miniatura. Como una casa de muñecas", cuenta sobre la vida en un velero. "La ropa tiene siempre un poco de olor a barco" y está haciendo siempre una gimnasia pasiva, agrega aunque admite que es un viaje que no todos pueden emprender. "Hay humedad, frío, cedés en comodidad", dice, y apunta que cosas de la vida cotidiana en "tierra" se pueden volver insoportables en un barco. Por ejemplo, un perfume: "A la semana todo tiene olor a perfume y la gente común no lo entiende" por más exquisita y fina que la fragancia pueda ser.
MEDIO DE VIDA: Lo que para muchos es sinónimo de turismo o solamente un pasatiempo, para Álvaro es su vida. No tiene otra opción que la de llevar el trabajo a casa.
Cuando se instaló en Barcelona y pudo adquirir su propio velero, arreglar otras embarcaciones pasó a ser su sustento. Además, alquilaba su "casa" para que otros la pudieran disfrutar y recorrer numerosos puertos. "Vivir en un velero es una filosofía de vida. Te tiene que gustar. Yo vivía en el barco, trabajaba en el barco y en el mismo barco tenía el taller", reflexiona.
Y esa elección lo llevó a pasar momentos muy duros y otros que agradece haber vivido. Cuenta, por ejemplo, que una vez, durante un día entero navegó con un cachalote (un animal marino que habita en mares templados y tropicales) al lado de su velero. "Era como un perrito faldero", compara.
Pero también fue la naturaleza la que le jugó alguna que otra mala pasada. En general, los contratiempos implicaron vientos difíciles que debió "torear" o, simplemente, dejarse llevar por ellos.
SACRIFICIOS: Álvaro admite que no solo cedió en cuestiones de espacio o de "ropa seca". Su elección de vida lo llevó también a dejar el proyecto de tener una esposa e hijos en segundo plano.
Y, aunque admite que la idea de una "novia en cada puerto" es un mito o un recuerdo de cuando las embarcaciones pasaban meses ancladas en una misma ciudad, sí reconoce que tuvo alguna que otra novia.
A sus 63 años dice que "cuando tenía que hacerlo (formar una familia) estaba navegando y después se me pasó el arroz".
"El barco te genera unos vicios y una rutina de vida que no hay quien los aguante", explica sin remordimiento. "Valió la pena". Y esa vida que eligió le dio muchas satisfacciones.
Además de conocer lugares difíciles de alcanzar con trabajos más tradicionales, pudo ganar, incluso, alguna regata. "A la cuarta operación de columna tuve que dejarlas", dice quien ya tiene siete intervenciones en la espalda.
REGRESO: Más allá de la imagen que se pueda tener de un hombre de mar -solitario y hosco, por ejemplo, Álvaro nunca viajó solo, exceptuando un par de días en las Islas Baleares.
Tampoco emprendió solo su regreso a Uruguay. Un amigo y un sobrino lo alcanzaron en Barcelona para prenderse a la aventura de la vuelta.
"La situación en España es horrible", dice y afirma que no dejó más que algún amigo. Por mes, mantener a su velero en puerto le costaba unos 2.500 euros (unos 3.000 dólares), además de todos los gastos que conlleva una embarcación. En Uruguay, Piriápolis puntualmente, una amarra cuesta poco más de 300 pesos al día en temporada baja y unos mil en alta. Además, según informaron desde el mismo puerto, existen un montón de beneficios para quienes pasen varios días.
Todo esto y su edad lo decidieron a rearmar su vida en Uruguay. "Quería estar con mi familia: mis hermanos, mis sobrinos, mis sobrinos-nietos".
El 28 de marzo dejó al país que lo había alojado por más de 30 años sin nostalgia y con deseos de emprender una nueva aventura. Tocó, entre otros, Málaga, Islas Canarias, Cabo Verde y Brasil. Fue este último país el que lo retuvo más de lo que esperaba. Y aunque cada día de viaje le llevaba más dinero y lo mantenía lejos de sus seres queridos, Álvaro se mostró siempre tranquilo. Una tranquilidad que solo "la mar" le pudo haber enseñado.
Pasaron días hasta que pudo dejar puerto, ya que las tormentas que había en la región hacían que el camino no fuera nada seguro. Finalmente, recién el 21 de junio se puedo reencontrar con su familia, un mes después de lo planeado.
AVENTURA: "Me queda por conocer mucho más de lo que conocí. Por ejemplo, no conozco nada del Pacífico. Indonesia tampoco", admite. Sin embargo, sus planes a corto plazo son otros. "Es una incógnita, como una aventura nueva", dice.
Por ahora, él y su velero permanecen en el puerto de Piriápolis. "En otros lugares no entra por el calado", cuenta.
El marino tiene esperanzas de poder trabajar de lo que sabe: la reparación de barcos. "Si no buscaré algo en tierra". Aunque nunca muy lejos de "la mar", su único y extenso hogar.
Por: G. J. Gonzalez Piedras